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domingo, 28 de septiembre de 2008

Los Pasos Perdidos




Cuando miré en silencio el mar, la luna, el Poder, seguí callado hasta que se reunieron las fuerzas en la piedra transparente. Era el tiempo en el que cada recodo escondía una sorpresa y ante cada pregunta los ojos se abrian como esferas luminosas. Era el tiempo de conocer.

Desde lo profundo del tiempo, cuando sucedieron las catástrofes que arrojaron a las tinieblas a la Raza Inicial, vuelven sin cesar seres destinados a un trabajo arduo: encontrar otros seres iguales y abrir sus ojos, encender en su mente la llama casi apagada y dejar asi que el tiempo corra a favor.

Habría de ser la destinada a conservar el Lenguaje de la Tierra. La depositaria del conocimiento para transmitirlo. Pero pasan los años y el abismo se hace hondo, aumenta el ruido y crece la sordera. La luz se extingue y cada día es más dificil ver. El Hombre le enseñó la soberbia y la soberbia la aleja del Verbo. La Voz solo se escucha en el silencio.











(Hijos del Hielo - III)

Se ha asomado al rectángulo mágico
y contempla la parte de atrás del orbe.
El cerebro se inclina a la corriente
como sauce sediento.
Bebe del líquido elemental
y escucha, ahora,
los tambores de la estirpe vencida.

El río baja desmembrando
la llanura y los cuerpos.
Divide exactamente cada noche
con su silencio, derramándose
sobre la casa de la muerte.

Nada entiende el hombre abatido;
perdidos los ojos en el fuego de la noche
oye la voz que alimenta su sueño
- quijada fraticida –

martes, 16 de septiembre de 2008

Azul Cabo de Palos



Me creía fuerte, de verdad que creía que lo era.

Con los años es cierto que aprendemos algunas cosas. Otras, sin embargo, se escapan de manera pertinaz, como los sueños se nos escapan cuando despertamos. No experimento miedo, pero si, a veces, la sensación de soledad que hace de motor en la fábrica de la Adrenalina.

El mar de Cabo de Palos ( Murcia ) es hermoso y feroz. Nos gusta bucearlo y a veces nos regala, de la manera más insospechada, algo único, irrepetible ( o no, eso el tiempo lo dirá ).

El día 8 de Septiembre nos levantamos temprano. El tiempo estaba realmente feo: soplaba Levante y cuando en el Cabo sopla Levante hay que tenerle respeto. Pero nos sentíamos, ella y yo, felices de poder compartir ese último día bajo el agua, y queríamos bucear. Salimos de puerto para buscar una zona más o menos practicable; ya nos decían que la corriente era fuerte. Me explico: cuando en Cabo de Palos te dicen que "la corriente es fuerte" quiere decir que es brutal, que no hay manera de luchar contra ella, que los movimientos tienen que ser precisos y vigorosos porque si no o te agotas o te rindes.

Se tiró al agua desde la borda, equipada, y yo a continuación después que pasara bajo mi puesto. Con mi compás en la muñeca situé el rumbo - afortunadamente - antes de caer al agua: la corriente impulsaba el barco hacia los 240º, justo en dirección al faro. Me situé junto a ella, bien aferrados al "cabo de corriente" en la banda de babor. La corriente era de las que he dicho: brutal. Y el oleaje hacia cabecear la semirígida de manera amenazante. Habia que darse un pequeño impulso para pasar del cabo de corriente al de fondeo, sin apenas soltarse para no correr el riesgo de ser arrastrados por aquel rio marino turbulento. Sabíamos que 5 metros más abajo ese sufrimiento "casi" acababa. Pero hay que bajar esos 5 metros de forma segura: si la corriente te arrastra puedes aparecer sepa Dios donde.

Mi miedo era que la proa de la embarcación la golpease, que el oleaje la agotara, que me agotase a mi. Trataba de empujarla hasta el cabo de fondeo, pero no era posible sin su colaboración y... de repente, ella, tomó su decisión, así, sin más, sin avisarme. Como una Alfonsina maravillosamente cercana, vació de aire su chaleco y se sumergió libre en aquel infierno.

¿Qué hacer?. Pues solo una cosa: vacié el mío y me sumergí tras ella hasta coger su mano en aquel seno cada vez más amable. Vi por unos segundos el cabo que descendía desde la superficia hasta el fondeo alejándose de nosotros y, por ese instinto que graciosamente nos cede el entrenamiento, consulté el compás: 60º. Aleteamos con fuerza en esa dirección, la justa, la exacta, la que nos hubiese llevado, de no ser por esa endiablada corriente, hasta el pie de ese cabo. Del otro lado, el ordenador de buceo iba marcando la profundidad: -15, -20, -25, -30 metros... y avistamos fondo, un fondo aún no familiar para mi... -35 metros... y, ya en el fondo, la corriente ha cedido algo y permite que nos estabilicemos. Consulto de nuevo la brújula y nado hacia los 60º.

¿Cómo explicarlo?. En tierra nos orientamos en dos dimensiones (quienes se orientan, porque algunos no son capaces de llegar a la cocina de casa sin la indicación verbal adecuada). Pero bajo el agua lo hacemos en tres dimensiones: la profundidad cuenta. Cuando caes en un paraje totalmente desconocido corren por tu cabeza todo tipo de infortunios posibles y eso, sin remedio, hace que el consumo de aire que llevas a la espalda encerrado en una botella más o menos grande, aumente. Así que además de mirar la brújula, el ordenador, miras también el manómetro que indica la presión de aire que te va quedando: 150 Atmósferas (AT). Como hemos partido de una carga más que generosa de 230 AT, nos beneficiamos de un resto adecuado, pero ambos sabemos que el consumo en esa bajada ha sido muy alto.


Aqui llega la soledad: nadie me puede ayudar a orientarme en ese fondo. Tengo que alcanzar la pared de una montaña sumergida y, si lo consigo, saber donde me encuentro. Si la corriente no ha variado, nuesto objetivo seguirá estando hacia los 60º (justo el lado contrario de los 240º que medí en superficie). Pero si ha cambiado podemos estar en cualquier lugar de este Mar. Avanzamos ya más tranquilos y pronto veo la pared y luego...

Luego empieza uno de los buceos más maravillosos que hemos disfrutado a lo largo de tres años. Llegamos a un paraje amado y totalmente conocido por mi, y mis gestos (que ella no comprende) son expresivos: levanto los dos dedos índices hacia el cielo que nos presta una luz tamizada por la profundidad. Son Las Agujas, un paraje mágico a -30 metros y, en ese momento, totalmente relajante. Dos picos de roca recubiertos de vida marina: Gorgónias, Ánémonas, Meros, Espetones, que enmarcan un estrecho desfiladero y señalan nuesto rumbo para comenzar la navegación. Protegidos de la corriente por la pared, y felices, navegamos uno junto a otro hasta llegar a la punta Sur del Bajo. Poco antes hemos avistado dos águilas - especie de mantas - que nos enseñan sin soberbia cómo se debe ser elegante bajo el agua. Pero al doblar esa aguda punta Sur de la roca nuestros ojos no dan abasto: dos más, otras cuatro a la izquierda y... esas otras dos que llegan de frente. Hasta diez águilas, que por suerte no sobrepasan la cantidad de nuestros dedos para marcarlas, nos rodean a la distancia que su timidez e indiferencia les permite.

Se paró en ese punto el relój, la aguja del compás y el aire restante se nos hizo líquido vital para la maravilla que se nos regalaba. Solos, en ese azul profundo, sonriéndonos sin otro oficio que maravillarnos, dejamos que aquellos seres perfectos volasen hasta hacerse, ellas también, azules como el agua misma.

El siguiente color que recuerdo es el del vino en la copa, el de su sonrisa y el otro azul, el de esos ojos felices que amo. Por eso volveré a tirarme al mar en la corriente, volveré a sentirme solo si es preciso, y volveré a buscar las águilas. Porque ver la felicidad en unos ojos azules como los de ella, bien vale morir.